miércoles, 28 de julio de 2010

Vamos de excursión


Supongo que si voy a comenzar este tipo de entradas, las referidas a excursiones, debería antes de nada citar a Paul Bowles y definirme de manera radical y definitiva como viajero y no como turista. Pero no estoy seguro de poder hacerlo.

Detesto las aglomeraciones y, además, lo hago de un modo absolutamente falto de racismo. Me molesta igual una masa de australianos que una de coreanos o de conquenses. A veces, sin embargo, son un daño colateral, un mal que no queda más remedio que aguantar. Si quiero ver en directo a los Rolling Stones podría intentar convencer a Keith Richard de que viniese a mi fiesta de cumpleaños pero no sé yo… Pues algo parecido ocurre si, estando en Roma, me entran ganas de visitar la Fontana di Trevi. A partir de ahí, ¿hay algo más insoportable que una muchedumbre? Sí, una muchedumbre organizada. Salvo en contadísimas excepciones, como la juntarse en un bar para beber y conversar, carece totalmente de interés, provecho e incluso buen gusto integrarse ordenadamente en una multitud (conjunto de más de dos personas), ocurra esto en tu parroquia natal o en el corazón del mismísimo Serengeti.

Curiosa es también la importancia de las distancias. Se tiende a pensar que el aventurero es aquel que opta por agrandar las geográficas y recortar las personales. Sin embargo, se dan casos de viajeros que han llegado a comunicarse con pescadores del delta del Mekong pero que desconocen el nombre de la pescadera de su barrio. Y es que, aunque ya no quede lugar en el mundo a salvo del Hombre Blanco, todavía hay aventuras y aventuras. Similar ocurre con la cuestión del respeto al entorno. Si uno no tiene inconveniente alguno en tirar al suelo el envoltorio del caramelo que se acaba de comer, es que tiene un problema. Pero si necesita marcharse a miles de kilómetros de su casa para no hacerlo, entonces la tara es extremadamente grave.

En esto de las excursiones hay, por otro lado, una figura que a mí, personalmente, me inquieta. Me refiero, claro, al mochilero. Según el diccionario, mochilero sería aquel que viaja a pie y, obviamente, portando una mochila. Ya sea en tren, barco, avión, coche o incluso bicicleta y para desgracia de mi espalda no sé por qué me empeño en elegir a esta, como diría un verdadero viajero alternativo, compañera de viaje. Así que es posible que algo de esto tenga. Pero, aunque me gustaría poseer esa imagen juvenil y desenfadada, prefiero no engañarme a mí mismo y admitir que, especialmente cuando viajo, no suelo tener problemas en ser un poco despilfarrador y derrochón. A ver, no es que vaya por el mundo adelante tirando divisas pero, sinceramente, no le encuentro la gracia a alardear de los malabares hechos con el presupuesto o de las calamidades sorteadas en el camino. Para eso mejor hacerse responsable de costes de una multinacional, ¿no?

Intentémoslo ahora por el flanco opuesto, por el lado de la negación. La única condición para ser un verdadero trotamundos es carecer de lugar propio. Únicamente así es posible, cuando uno se va a marchar, hacerlo comprando tan sólo el billete de ida. Se sabe cuando se va pero no cuando se vuelve. Probablemente, ni siquiera si se va a volver. Y lo cierto es que aquí tampoco me encuentro demasiado cómodo pues yo necesito retornar. Sea más largo o más corto, pasado un tiempo preciso regresar a mis rutinas, a mi mesa de trabajo con todos los libros ordenados y el teclado del ordenador dispuesto a ser aporreado.

Así que no soy turista, no soy viajero, me dan miedo los mochileros y me produce incomodidad el vagabundeo. Parece que, para variar, ya la he vuelto a liar. Trato de afinar. En este tema, como en casi todo en la vida por otro lado, la clave no está en la meta sino en la propia carrera. Más que lo que se hace, importa cómo se hace. Siempre me he considerado un tipo curioso (en ambas direcciones, debo admitir) y, en ese sentido, durante mis diferentes correrías procuro ejercer de explorador tirando a cotilla, para poder así enterarme no sólo de la identidad y naturaleza de las cosas y de las personas, sino incluso de sus circunstancias. Únicamente de esta forma, tirando abajo tópicos y estereotipos, logro realmente aprender algo. También, no nos engañemos, recrearme levantando otros.

Recapitulo y, en un intento bastante pedante de huir de la vanidad, acudo de nuevo en ayuda del diccionario. En él encuentro la palabra que, como si fuese un traje a medida, se ajusta perfectamente a los valores adoptados por todas y cada una de las variables introducidas… ¡Excursionista! Eso es lo que soy. En fin, podría haber sido peor.

jueves, 15 de julio de 2010

¡Johnny Winter está en la ciudad!



Es posible que un tipo esquelético y con un gran dragón tatuado en su pecho logre pasar desapercibido. Si entre sus características personales están el estrabismo y el albinismo la cuestión se complica un poco más. En realidad, tan sólo sería necesario decir que se trata de un bluesman blanco para que la duda carezca por completo de sentido. Pero, entonces, ¿un blanco puede tocar blues? O, mejor aún, ¿puede escucharlo y llegar a entenderlo? En definitiva ¿qué demonios es el blues?

Pues, para empezar, precisamente eso la música del diablo… pero que proviene de los espirituales. También es sencillez envuelta de metáforas (“I believe I’ll dust my broom”), honestidad cargada de engaños (“I am the back door man”), poesía que describe brutalidad (“strange fruit”), conocimiento que descubre la vida misma (“Let’s the good time roll”). El blues es una combinación de alegría y tristeza, que libera del dolor y da paso a la sabiduría y la esperanza, aunque no necesariamente en ese mismo orden ni siempre en las mismas proporciones.

Así que el blues lo es todo, menos fácil de explicar. Acudo a los que saben de esto: “Puedes tener el blues un día porque tu chica te ha dejado, y tenerlo al día siguiente porque ella ha vuelto” (Willie Dixon); “El blues tuvo un hijo, al que llamaron rock and roll” (Muddy Waters); “El blues te sacude en el trasero y luego te acuna. Resulta difícil de explicar con palabras, pero una vez que oyes lo que hay en su interior, te das cuenta de que es justo lo que sentías” (Wynton Marsalis); “¿Qué es el blues? Si lo tienes que preguntar es que no lo vas a entender” (anónimo).

También para mí el blues es sentimiento, historia y misterio. Y combustible para fantasear, añado. Gracias a él he sido capaz de recorrer, un millón de veces, todos los pueblos del delta del Mississippi con tan sólo una vieja guitarra por equipaje. O de empapar en sudor mi traje de terciopelo rojo mientras extraigo notas imposibles de una armónica sobre el escenario de un garito de la ciudad del viento. O de gastar las últimas monedas en una botella de licor de maíz aunque eso suponga no poder huir de los pantanos…Y todo ello mucho antes de que, afortunadamente, la vida me permitiera visitar algunos de esos lugares tan imprescindibles para cualquiera que ame el blues (aunque eso es otra historia que, a lo mejor, en otro momento me atrevo a contar).

En fin, a estas alturas supongo que no son muchas las dudas disipadas. Sobre todo teniendo en cuenta que, admito, la pregunta inicial tenía trampa. Johnny Winter no es, desde luego, un blanco que toca blues. Él es un verdadero bluesman. Lo que al final (como dice Anki Toner) tan sólo es una cuestión de educación y de talento. Y de actitud, agrego yo. Johnny Winter posee toneladas de todo ello y, además, esta noche está en la ciudad. Yo, desde luego, no pienso perdérmelo por nada en el mundo.

Hoy sí hay pinchos:

“Little Blues Book”. Brian Robertson y R. Crumb (Ed. Algonquin Books, 1996).

“Blues”. Anki Toner (Ed. Celeste, 1995)

http://www.johnnywinter.net/

http://www.youtube.com/watch?v=TFJuGGS_AWk

¿Quién dijo miedo?

Hola a todos. Hoy es el gran día, la inauguración. Me hubiera gustado tener más tiempo para terminar de pintar las paredes, limpiar los cristales, colocar todo en su sitio. Aunque, no nos engañemos, la impaciencia tiene peor fama de la que se merece.
Al grano. Hoy levanto la verja por primera vez y la entrada, a partir de ahora, es libre. Son todos más que bienvenidos, sin excepción. En esta casa de común esparcimiento no existe tal cosa llamada derecho de admisión, si acaso el de aceptación. Sólo una cosa les pido, bien barata por cierto, rigurosa etiqueta, no ya a la hora de elegir vestimenta sino lenguaje. Y por lo que a la lengua se refiere, que cada uno opte por la que más le guste, pues el que escribe es un convencido de que si en Babel no se tocó el cielo fue por un simple problema de mala gestión.
Bebida que cada cual se traiga la suya que del menú me encargo yo. Pinchos habrá algunos días, otros no. Postre los días de fiesta, que el azúcar es muy buena contra las ocasionales pérdidas de memoria. ¿Sugerencias? Pues cómo no. Ya lo dice mi madre, contra el vicio de pedir está la virtud de negar. Pero como uno no es, ni querría ser, muy virtuoso, hago una paráfrasis cambiando virtud por posibilidad.
Para terminar una cosa les quiero avisar. Es más que probable que de vez en cuando algún personaje se cuele en el local. Vecinos, todos, a los que mucho cariño les guardo. Les oirán filosofar, desbarrar, disparatar y hasta desvariar. No les hagan mucho caso. ¿O sí?