Conozco un bar, cerca del puerto, en el que un día se terminó el verano. Eran las siete y media de una luminosa mañana de primeros de septiembre. Más tarde tomaría el vapor que me iba a llevar a la gran ciudad, directo a mi primer año en la universidad. Pero antes habíamos decidido tomarnos la última. Elegimos por casualidad aquel bar, al lado del puerto, donde poco después el verano se acabaría.
Podría tratar de adornar la historia, detenerme en los detalles, relatar cómo un grupo de viejos marineros, caras ajadas reflejo de cien tempestades, apuraban el primer café tras la faena. Pero no, en aquel bar sólo estábamos nosotros. Nosotros y el verano, agonizante. Tan solos nos encontrábamos que alguna lumbrera, aprovechando la ausencia del camarero, decidió que nos largábamos sin pagar. Corrimos. En realidad, eso es lo que habíamos estado haciendo durante toda la noche. Huíamos, no de nada, no de nadie, únicamente de nosotros mismos. Y mientras corríamos, yo me sentí la persona más insignificante del cosmos. Sí, el verano había muerto. Claro que después vinieron otros, pero de aquel, y todo lo que él contenía, nunca más se supo.
Eu non estuven nese bar, pero creo recordar que lle fun ao enterro. A xente dicía xa sabes- Sempre se van os mellores.
ResponderEliminarUn abrazo