Hace poco tuve un grave altercado con mi trastorno obsesivo compulsivo. Fue una agria discusión. Nos gritamos e insultamos. Nos faltamos al respeto aunque, afortunadamente, no llegamos a las manos. La autolesión está muy mal considerada hoy en día.
El tipo me recriminaba la desidia con la que, según él, tiendo a afrontar la vida
-Casi cinco meses ya y apenas una docena de entradas, menuda vergüenza
-Ya sabes, el trabajo, la lectura, mis proyectos de páginas webs, el necesario deporte para no loquear yo y, sobre todo, no volver loco a los que me rodean…
-Paparruchas, excusas, patrañas, ¿así quieres que la gente se anime a dejar comentarios?
-Que no tengo tiempo, en serio
-Oye, tú no habrás caído en el abismo de los pasatiempos, ¿verdad?
-¿Pasatiempos? ¿Pero de qué demonios hablas?
-Lo sabes perfectamente, sudokus, autodefinidos, crucigramas, jeroglíficos, sopas de letras, el buscaminas
-Que no hombre, que no
-Mira que tengo ritualizadores de sobra, ¿o prefieres mejor algún verificador?
-Te digo que no
-Ya sé, has sido secuestrado por la mafia de los juegos de mesa
-Pero, ¿tú desvarías o qué? Nunca he estado metido en ese mundo
-A mí no me mientas
-Bueno, vale, pero lo del Mastermind fue hace muchos años. Y sólo con ánimo de putear, ya lo sabes. Menudas risas. No vale repetir color. Claro, claro. Horas después…
-Ahora lo entiendo. Has encontrado un Mastermind para el ordenador
-Tú debes de ser idiota
-A mí no me insultes, imbécil
-Mamarracho
-Botarate
-Cretino
Un, dos, tres, un, dos, tres, un, dos, tres, espiración, inspiración, espiración, inspiración, espiración…
-¿Podemos hablar como dos adultos?
-Supongo que sí
-Entonces cuéntame qué te pasa. No ves que estoy aquí sólo para ayudarte, para que no desperdicies tu vida inútilmente
Al final no me quedó más remedio que reconocerlo. Estoy metido en un asunto de patchwork. Es peor de lo que pensaba, reconoció. Sí. Llevo unos cuantos meses recolectando retales, observándolos, analizándolos, desechando los que no me sirven, intentando unirlos en armonía, sin que chirríe demasiado la composición, los colores. Escoger los hilos con los que combinarlos tampoco es tarea fácil. Después hay que plasmarlo todo en un folio en blanco, lo más complicado. Lo peor, me temo, es que tengo para meses.
-Pero, ¿cómo no me lo habías dicho antes?
-Qué se yo
Estábamos exhaustos. Necesitábamos reconciliarnos, con tranquilidad y serenidad. Somos viejos amigos, después de todo. Nos conocemos perfectamente y sabemos cuándo ha llegado el momento de sellar un acuerdo.
-Anda ven aquí, a mis brazos
-Cuidadito que no estoy para perder el tiempo en autocomplacencias
-Que no, bobo. Además, gracias a mí, ya tienes una nueva entrada. ¿Ves cómo no es tan difícil?
-Escucha Little Queenie y no podrás seguir repitiendo esa dichosa palabra
-Imposible, imposible, imposible. Somos ateos. Chuck Berry no puede ser dios
-Mierda, tienes razón
-Espera…Una vez fue acusado de tráfico de menores para propósitos sexuales
-Cierto. Y fue a la cárcel por evasión de impuestos
-Además, es negro
-Correcto. Él no puede ser dios. O, mejor aún, el puede no ser dios
-Entonces, ¿podemos ser ateos y seguir escuchando su música?
-Eso parece
-¡Buf!, menudo alivio
¿Ingenuidad? ¿Disparate? ¿Temeridad? ¿Patetismo? Que levante la mano aquel que nunca jamás en su vida haya afirmado, con tremenda rotundidad y convicción, que no piensa leer a tal escritor porque es un pedante y un elitista cuyas ideas políticas, además, difieren diametralmente de las propias.
Tendemos a mezclar todo sin mucho sentido. Confundimos persona con personaje y, peor aún, complicamos más la cuestión revolviendo elementos bien distintos entre sí, lo que uno es, o parece que es, y lo que uno hace. Qué falta de respeto, a uno mismo, qué atropello a la razón.
Pero, afortunadamente, tampoco es siempre de esta manera. A veces no es preciso un esfuerzo para no cometer este error. ¿Ejemplos? Venga, va, el primero que me ha venido a la mente, Morgan Freeman.
-¿Morgan Freeman sí es dios?
-No, él interpretó el papel de dios en una película. Bastante mala, por cierto.
-Vale, pero no me negarás que sí es afroamericano
-Negro. Según sus propias palabras, él es negro no afroamericano
-Por eso te parece buen actor, ¿no? Porque huye de la asquerosa corrección política que rodea a la cuestión racial
-Mira, yo aquí he venido a hablar de su garito
-Acabáramos
Morgan Freeman posee un club de blues en Clarksdale, Mississippi, una población situada a unas sesenta millas al sur de Memphis. Es, en realidad, un pueblo como cualquier otro de los que se extienden a lo largo del delta de Mississippi, lleno de magia y de maravillosos datos históricos. Allí nació el blues, se encuentra el famoso cruce de caminos entre la 61 y la 49, murió desangrada Bessie Smith, vivieron, entre otros, Sam Cooke, Muddy Waters, W.C Handy… Para qué seguir. Su club se llama Ground Zero Blues Club
-Y como es un gran actor, su bar tiene que ser especial, ¿no?
-Ya vale, cretino
El edificio, una antigua algodonera, no tiene desperdicio. Tiene situado el local de música en la parte de abajo y cinco apartamentos en el piso superior. Yo dormí en tres de ellos. Lo que hubiera sido, en cualquier hotel vulgar del mundo, un engorroso triple cambio de habitación al final terminó convirtiéndose en una increíble experiencia de tres noches consecutivas. De ello dejamos constancia en el libro de visitas de cada uno de los apartamentos.
-Morgan, el perfecto anfitrión que lee todas las chorradas que la gente le escribe
-Se acabó, tú no vuelves a abrir la boca. No más diálogo en esta entrada.
El local es, sencillamente, inefable. Una reproducción de un antiguo Juke Joint pero con mucha, mucha clase. Mesas de billar al fondo, barra infinita a la derecha, cocina de la que emergen descomunales hamburguesas a la izquierda, un montón de mesas corridas forradas con hules cochambrosos, una pequeña pista de baile con suelo de madera y, al fondo… Al fondo el escenario, el altar de ejecución de la música del diablo. De las tres noches, dos tuvimos concierto. Seguramente no fueran las mejores bandas de blues de todos los tiempos, pero ¡demonios! ¿Cuántas veces en la vida se tiene una oportunidad así?
Lo mejor, con todo, los extras. El muchacho de no más de catorce años que toma la alternativa a la guitarra de manos del músico veterano, el vecino con evidente retraso mental al que dejan cantar su blues (el mismo ambas noches) para convertirse durante esos tres minutos y pico en el hombre más feliz del universo, el bajista que a la mañana siguiente te encuentras de dependiente en la única tienda del pueblo… La Rolling Rock la sirven helada y, no problem!, si has cogido uno de los apartamentos del piso superior puedes beber hasta caerte de culo. Yo es lo que hice esas dos noches de concierto y, a pesar de los cambios, no me confundí de habitación. Creo.
Me pido la cara opuesta de la luna, atracción fatal. De ti me gusta todo, el modo en el que subes y bajas, cuando te enfadas, en reposo, las sizigias en tu cuerpo, ¡viva la fuerza de Coriolis!, las chalanas que te palmean, las dornas que te adornan, las bateas que te ordenan ¡firmes!, los colores degradados de tu piel, la riqueza de tus entrañas, los rizos de tu pelo vistos por detrás, el sonido que vomitan tus tripas, tu maquillaje de luz atlántica, tu olor, sobre todo tu olor, soy un yonqui de la salitre, en la piel, en el pelo, en la pituitaria. Tú echas tus rizones y a descansar. Me bebería tus flujos y tus reflujos, te buscaría el punto anfidrómico. Fatal atracción, me fuerzas a ser la cara opuesta de la luna.
Y yo me dejo hacer. No puedo negarme. Ya no.
A Costa da Vela, Cabo Touriñán, Illas Cíes, O Rostro, Espiñeirido, Pantín, Estorde, Mar de Fóra, Baldaio, Cabo Vilán, Razo, Illas de Ons, A Lanzada, Foxos, O Vilar, Corrubedo, Mougás, Illa de Arousa, As Furnas… El patio de mi casa, lo que veo cada mañana, la linda cara recién levantada que estimula a la hormiga cumplidora.
No quiero negarme. Todavía no.
(Mi agradecimiento a Germán Pérez por la foto que ilustra esta entrada)
El otro día, en clase de Galego, la profesora nos propuso un ejercicio muy entretenido. Estábamos aprendiendo a describir a una persona. Debíamos, con la ayuda de una descomunal lista de adjetivos, elegir un total de ocho que, a nuestra consideración, mejor llevase a cabo su función con respecto a nosotros mismos.
Sí, por supuesto, a continuación había que leerlo en alto al resto de la clase. Ahíresidía el entretenimiento.
Un éxito rotundo. A la verbenaacudimos la flor y nata de la familia, los apasionados, respetuosos, solidarios, enérgicos, simpáticos, generosos, alegres, justos, serenos, compasivos, prudentes, cariñosos y soñadores. Hasta vinieron, incluso, unos primos lejanos tímidos, testarudos, ingenuos y un poco alocados.
Pero del resto ni rastro. ¿El resto? ¿Qué resto? Pues los otros, los arrogantes, aburridos, tacaños, antipáticos, desagradecidos, caprichosos, ruines,autoritarios, egoístas, vanidosos, taciturnos, crueles, susceptibles, envidiosos, presumidos, violentos, imprudentes, injustos, orgullosos, resentidos, sumisos, mezquinos y vengativos.
Supongo que debió de ocurrir algún problema con las invitaciones. Me cuentan que los encantadores e inteligentes llamaron un par de veces a la puerta, bastante fuerte por cierto, pero al ir con el tío inmodesto, que es bastante falso, no se les permitió entrar.
Lo peor, claro, es que todos éramos sinceros. Francos con nosotros mismos, con nuestra propia percepción. El miedo nos enturbia el discernimiento, ensancha el abismo entre quienes somos y quienes creemos que somos. Estamos imposibilitados para enfrentarnos de una manera total y plena a que podamos ser, por ejemplo, miserables. Pero, si de verdad así nacimos,acorde con ello actuaremos. Esto no puede acabar más que en tortura.
Rojas Marcos dice que los seres humanos nacemos con un sorprendente poder para odiarnos a nosotros mismos y Punset que el miedo fue un importante mecanismo evolutivo. Ese día, yo al menos descubrí algo acerca de la cobardía. Que, en Galego, se escribe con v.
Para esta ronda hay un pincho, escondido en el texto. Pero aceptando de buen grado que soy un cretino y un rencoroso no me voy a molestar en pasar la bandeja.
Panchito, el inefable encargado de mantenimiento de este engendro acaba de modificar un presunto botón de una supuesta opción acerca de la publicación de comentarios. Por lo visto, ahora ya todo el mundo, sin necesidad de ser un usuario registrado, puede glosar, interpretar, explicar, ilustrar, aclarar, criticar, elucidar, desarrollar, acotar, tildar, clarificar, desenmarañar o, incluso, comentar cualquiera de las cretineces que aquí se publican. Se admiten postillas con carácter retroactivo.
El otro día recibí un mensaje en una botella. La descorché, bebí, esperé. Me confesó, casi en un susurro, que el mundo es, en realidad, una ficha. Un peón con el que dios, nuestro dios, participa en un torneo de dioses y fichas. Reflexioné. Una pregunta se manifestó dentro de mí. Cuando reuní el valor suficiente para formulársela, la comunicación se había cortado.
Preciosa imagen, ¿verdad? Me gustaría pensar que no requiere presentación, que no es preciso explicar de dónde proviene, quién demonios son estos tipos y, sobre todo, qué se supone que están haciendo. Pero todos sabemos que corren tiempos difíciles y, más importante aún, que me muero de ganas de hacerlo.
Origen: cubierta interior del vinilo Más madera (Zafiro, 1980) del grupo de rock Leño. Una matización. Ni siquiera después de consultar fuentes fidedignas puedo aseverar que cubierta interior sea la denominación correcta para el sobre (generalmente de papel, en ocasiones de plástico; a veces con fotos, dibujos o incluso publicidad de otras grabaciones, a menudo en blanco o, simplemente, con datos de la casa discográfica) en el que se guarda un disco para evitar que se salga con facilidad de la cubierta exterior. Venga hombre, si alguna vez habéis pinchado un vinilo bien sabréis de qué estoy hablando. En caso contrario, tenéis importantes taras que corregir antes que perder el tiempo leyendo este blog.
En cuanto a los angelitos, ellos son, claro, los componentes de la banda. Parece bastante lógico que en las fotos de un trío musical se muestren tres músicos. Sin embargo, este es el único grupo, que yo sepa, que habiendo sido en sus cuatro años y pico de vida siempre un trío, en la portada de otro de sus discos aparecen, de hecho, cuatro miembros.
¿Que qué están haciendo? Buff. Probablemente Tony Urbano está buscando algo en el calendario, Ramiro Penas está impresionado con lo que acaba de elegir y Rosendo Mercado… Rosendo para mí siempre ha sido un héroe, así que no voy más lejos.
Bromas aparte, esta foto, de una banda que todavía ocupa un enorme lugar en mi corazón, dominó durante nada menos que tres años (desde segundo de bachillerato hasta C.O.U) una descomunal parte en la cubierta exterior de mis apuntes, también conocida por carpeta. El vinilo, adquirido a los hijos de Vázquez Lescaille en algún momento del año 1983 de Nuestro Señor y pasando a mi exclusiva jurisdicción tras la crudelísima guerra de secesión acaecida en la colección de discos y casetes propiedad, hasta entonces conjunta, de mi hermano mayor y mía, es en la actualidad una joya de coleccionista. Quizás, incluso, valiosísima, si no fuera, claro, por la mutilación a la que se vio sometida su ¿cubierta interior?
No. Por aquel entonces no teníamos Internet para Googlear “portadas de discos de Leño” e imprimir una copia.
No. Por nada del mundo vendería este disco. Para mí sigue siendo definitivamente imprescindible pincharlo de vez en cuando. Así que, en realidad, estos últimos párrafos no contienen más que una estúpida anécdota para presumir de mi colección de vinilos.
En fin, volviendo al tema de los guerreros de antaño, la música era, seguramente, el emblema más utilizado. Todos sabemos que optar por Judas Priest o por Spandau Ballet constituía, más que una simple cuestión de gustos musicales, una manera de vivir. Por supuesto, pregonarlo resultaba absolutamente necesario. Una variante consistía en recortar y pegar las diminutas portadas de vinilos anunciados en la revista Discoplay. De esta forma conseguías, al mismo tiempo, que la opinión pública obtuviese datos mucho más concretos acerca de qué discos poseías, cuáles tenías en mente comprar, qué otros habían pasado en algún momento por tus manos…
Pero también se veían carpetas con imágenes futboleras (desafortunadamente, Michel aún tardaría unos cuantos años en presentarle sus respetos a Valderrama), atestadas de etiquetas de birras y/o envoltorios de papel de fumar, fotos de coches y motos, de la pandilla… Recuerdo un tipo, un punki de cuidado siempre con cara de muy mala hostia, que llevaba la carpeta forrada con papel blanco y, en grande, escrito a mano, con letra de cabreo, la cita de Janis Joplin: “It's all thesame fucking day”. Cada vez que lo veía, además de procurar no estorbarle en su camino, no podía evitar pensar si no hubiera sido más práctico poner el horario de clase.
Por lo que me cuentan, la situación no ha cambiado mucho. Todos y todas siguen llevando fotos de músicos, de deportistas, de amigos, frases escritas o, incluso, envoltorios de Sugus. Broqueles, en definitiva, en los que cobijarse y con los que defenderse en la batalla diaria, escudos de armas con los que mostrar los blasones.
¡Menos mal!, pensamos los que estamos creciditos. Pues habiendo dejado atrás esos días, ahora ya no necesitamos imperiosamente gritarle a los demás quiénes (creemos que) somos, ¿no?
Antes de ofreceros el postre de hoy, me gustaría:
Hacer un agradecimiento a Susana Pérez, sin cuya colaboración no habría podido completar esta entrada.
Dar un aviso: No dejéis tantos comentarios que tengo la memoria RAM prácticamente uperizada.
Conozco un bar, cerca del puerto, en el que un día se terminó el verano. Eran las siete y media de una luminosa mañana de primeros de septiembre. Más tarde tomaría el vapor que me iba a llevar a la gran ciudad, directo a mi primer año en la universidad. Pero antes habíamos decidido tomarnos la última. Elegimos por casualidad aquel bar, al lado del puerto, donde poco después el verano se acabaría.
Podría tratar de adornar la historia, detenerme en los detalles, relatar cómo un grupo de viejos marineros, caras ajadas reflejo de cien tempestades, apuraban el primer café tras la faena. Pero no, en aquel bar sólo estábamos nosotros. Nosotros y el verano, agonizante. Tan solos nos encontrábamos que alguna lumbrera, aprovechando la ausencia del camarero, decidió que nos largábamos sin pagar. Corrimos. En realidad, eso es lo que habíamos estado haciendo durante toda la noche. Huíamos, no de nada, no de nadie, únicamente de nosotros mismos. Y mientras corríamos, yo me sentí la persona más insignificante del cosmos. Sí, el verano había muerto. Claro que después vinieron otros, pero de aquel, y todo lo que él contenía, nunca más se supo.
Hola, qué tal, cómo estáis. No sé lo que pensareis vosotros, pero yo creo que al tal Calato este habría que pararle los pies. Me refiero a que es un poco pesado, ¿no? ¿Era necesario enredar de esa manera para explicar lo de los tópicos?
Hace poco estuve de viaje en Japón y, como a mí no me gusta morderme la lengua, lo voy a decir. Los japoneses son gente muy, muy rara. Semejante afirmación constituye, más allá de un mero cliché, un hecho fácilmente demostrable. Son singulares porque tienen aptitudes y actitudes extrañas, inhabituales e incluso, me atrevería a decir, extraordinarias.
Algunas razones que lo fundamentan:
*En sus ciudades, las de mayor densidad de todo el planeta, es prácticamente imposible oír el timbre de un móvil en un lugar público.
*Eso no quiere decir que no los usen, claro, hablamos del paraíso de la tecnología. Pero cuando lo hacen es chocante comprobar que tampoco necesitan ser escuchados dos manzanas más allá.
*En Japón, calles, bares, trenes, mercados, restaurantes, hoteles, metros, avenidas, supermercados, parques, autobuses, museos, tiendas de discos… Gozan de una pulcritud, alabado sea Don Limpio, pasmosa. Sus habitantes llegan, incluso, al extremo de tirar de la cisterna en los váteres públicos. Lo juro.
*Esas mismas calles y avenidas, atestadas de autos, bicicletas y peatones, forman una auténtica sinfonía. Un fluido armónico cuyo correcto funcionamiento no necesita de increpaciones. Ni de gritos. Ni siquiera de simples bocinazos.
*Insólito país, en el que cada día niños de menos de diez años vuelven a casa solos desde el colegio, tan panchos, sin necesitar la compañía de un adulto. ¿Mayor nivel de seguridad ciudadana? ¿Menor grado de neurosis paterna? Manifiestas anormalidades, al fin y al cabo, ambas opciones.
*Además de todo esto, los japoneses demuestran a cada momento ser trabajadores, perfeccionistas, meticulosos y habilidosos. Únicamente cuando se utilizan sus medios de transporte público es posible conocer la verdadera dimensión del término puntualidad.
*Rizando el rizo, en Japón la gente es increíblemente educada, en el sentido de amable, afable y solícita, continuamente mostrando una mayor predisposición a la sonrisa que a la cara larga, al gesto amable que a la rudeza, a la calidez que a la frialdad.
Creedme si os digo que podría seguir con el listado. Pero, no me quiero contradecir, me gusta ir al grano.
Tras mi viaje, en algún lugar leí que todo esto es consecuencia de que los nipones, a base de un elevado desarrollo moral, un alto concepto de la empatía y una inteligencia eminentemente práctica, han llegado a la conclusión de que individualismo no es sinónimo de ineducación. Pues eso, que son raros.
Comenzamos septiembre. Es tiempo de la vuelta al cole en el Corte Inglés, de síndromes post vacacionales, de buenos propósitos y, sobre todo, de tenebrosos anuncios televisivos de coleccionables (¿de verdad a alguien le interesan los dedales en miniatura? Es que los agujeros están hechos a mano. Ah, bueno, en ese caso…). De modo que, con ánimo de llevar la contraria, ahondaré un poco más en el tema de las excursiones.
Hablaba hace unas semanas de los tópicos, de su derribo y levantamiento. Pero, ¿es lícito, tras la estancia en un determinado lugar, presumir la existencia o inexistencia de ciertos rasgos característicos en sus aborígenes? Sí. Rotundamente. Para mí, no hay mayor cliché que el presuponer que una idea por vulgar, manida, simple o trivial, es forzosamente mentira. ¿Cómo? ¿Estoy diciendo que el tópico que reza que los tópicos son falsos resulta, básicamente, falso? Claro, pues así compruebo, además, que no necesariamente han de ser ciertos. Después de todo, Extrapolare humanum est.
Inferencia, sí, ya que se trata, simple y llanamente, de un asunto de estadística aplicada. Una cuestión, en definitiva, cuya inexactitud resulta, cuando menos, tan fácil o tan difícil de demostrar como su exactitud. La solución, no podría ser de otra manera, reside en cuidar mínimamente el lenguaje. ¿Así que has estado de vacaciones en Hurtadillas del Campo? Pues sí, un mes y medio. Oye, ¿y de verdad son tan gañanes como cuentan? Hombre, teniendo en cuenta que he conocido a una muestra decididamente heterogénea y totalmente representativa en cuanto a edad, género, nivel socioeconómico y otros parámetros psico-sociológicos y que el tiempo de observación de dicho grupo ha resultado relativamente adecuado, estoy en condiciones de conjeturar un patrón de conducta… Bah, al diablo con el lenguaje. En ese pueblo no lanzan a la cabra desde el campanario, sino al cabrero. Tú mismo.
Un aspecto que no admite dudas en esto de los tópicos es el relativo a la intransigencia de nuestra conciencia colectiva. Sí, esa pequeña y perversa sanguijuela que nos induce a curiosas reflexiones del tipo “si allí son tan trabajadores es porque en el fondo resultan tremendamente aburridos” o a justificaciones tales como “aquí no es que seamos vagos, caóticos o incluso desastrosos sino que, más bien, poseemos una enorme alegría de vivir”. Ideas fundamentalistas perfectamente contenidas y resumidas en la frase Como aquí no se vive en ningún sitio. Sentencia convertida, a base de tanta formulación y repetición, en el mejor ejemplo de lugar común evidente. Tan sólo es preciso, para comprobar su veracidad, preguntarse, ¿de bien o de mal?
Hoy hay bandeja de pinchos, a ver quién se atreve a coger el primero…Pues los términos tópico, cliché o lugar común, son ciertamente amables pero, ¿qué demonios hacemos con los prejuicios? Que aproveche.
Siempre ocurre lo mismo. Elijo un tema para la siguiente entrada, comienzo a investigar y a reflexionar sobre ello… y entonces ya nada puede pararlo. Todo empieza a ensancharse, a hacerse más alto, más profundo. Surgen diferentes direcciones y estallan ramificaciones, a menudo, por cierto, mucho más interesantes que la propia carretera principal. Al final todo se desboca y termino perdiendo el control. Probablemente, la razón de todo ello habita en la esfera de la que provienen las ideas más atractivas: El lugar en donde viven las cosas salvajes.
Se suponía que tan sólo iba a hablar de la relación entre cine y literatura, de algunos libros que han sido llevados al cine y, más concretamente, de uno en particular. Y es que en esto hay opiniones para todos los gustos, que si se trata de un sacrilegio, que si de una bendición. Para mí, cine y literatura son, burdamente explicado, dos maneras distintas de transmitir ideas, sueños, historias. Dos lenguajes que, aunque se entrecrucen, no dejan de ser extremadamente diferentes entre sí y, como tales, es más que probable que al hacer una traducción de uno a otro haya diferentes aspectos que queden Lost in translation.
O también Won, quién sabe. Porque sí, es cierto, la experiencia nos dice que los resultados generalmente son, cuando menos, bochornosos. Productos chapuceros que ciertamente te hacen pensar y reflexionar, formularte preguntas del tipo ¿pero qué necesidad había? Y cuya respuesta, pecando un poco de elitismo, suele ser que en el fondo van dirigidos, precisamente, a ese público que ni pajolera idea tiene de la existencia de un libro en el cual la película en cuestión está basada. Ojos que no leen…
Pero es que también hay casos más que recomendables y aquí si me apetece poner ejemplos, como Short Cuts (Vidas cruzadas), Smierc Miasta(El pianista del gueto de Varsovia), The chase (La jauría humana) o, incluso dentro de los grandes clásicos, Oliver Twist. Podría seguir hasta el infinito y más allá, pero creo recordar que esa frase no está extraída de ninguna novela. Extraordinario es, por cuanto poco común, el casode Psycho (Psicosis), una pequeñísima, en todos los sentidos, novela convertida en 1960 en una de esas películas que, antes de morirse, uno tiene la obligación de ver. Especifico el año porque la segunda versión, la de Gus Van Sant, seguramente se hizo para aquellos que, no ya el libro, sino que ni siquiera de la existencia de una primera adaptación sabían. La culpa fue mía por ir al estreno, por supuesto.
Después hay ejemplos realmente curiosos. ¿O cómo, si no, se le puede llamar a un cuento ilustrado que se convierte en película, pero antes en corto de animación y también ópera infantil, para finalmente acabar siendo una novela? Ya lo avisé, es prácticamente imposible que los temas no terminen por hacerse insensibles al freno y al disparate.
Todo empezó en 1963 cuando la editorial Harper & Row publicó el cuento ilustrado de Maurice SendakWhere the wild things are (Donde viven los monstruos. Ed. Alfaguara, 1977). Sé que debiera decir cuento ilustrado infantil pero, honestamente, no me interesan todas esas etiquetas: Literatura infantil, juvenil, para mujeres, novela corta, negra, histórica… Segmentos de mercado, vaya, que dirían en cualquier facultad de empresariales que se precie. Para mí, vale el tópico de que tan sólo hay dos tipos de literatura, la buena y la mala y, desde luego, esta obra de Sendak pertenece al primero. En menos de treinta páginas, poco más de quince líneas y exactamente dieciocho extraordinarias ilustraciones, Where… nos habla de frustración, de valentía, de egoísmo, de esperanza, de miedo, de amor, de perdón, de soledad, y de muchas cosas más. En definitiva, de lo difícil, duro y gratificante que es crecer... Casi tan cruel como hubiera sido no utilizar esta simiente en otros campos.
El primer intento, unos cuantos años más tarde, un corto de animación dirigido por Gene Deitch y que, bajo mi punto de vista, se trata de una traducción literal pues, en cuanto a lo que se transmite, nada se añade ni nada se quita. La realización, sin embargo, resulta muy atractiva. El segundo, en los ochenta, una ópera infantil en la que colaboró el propio Maurice Sendak. Ir por este camino sería, más que coger una bifurcación, meterme directamente en un túnel, así que, aire.
Casi treinta años después, en el 2009, Spike Jonze estrena la película homónima y basada en el cuento original, la cual añade, carajo si añade, múltiples matices. La historia se hace más rica, más compleja. No se trata ya sólo de las aventuras de un niño de nueve años que, a la manera de un héroe clásico, emprende un viaje a la vuelta del cual ya nada será lo mismo, sino que nos muestra tanto su personalidad, consecuencia y condicionante de sus relaciones afectivas (con su hermana, con su madre, con el novio de ésta), así como el entorno en el que se desarrolla su existencia. El mayor logro de la película, para mí, es la creación desde el primer fotograma de una atmósfera realmente inquietante, ejemplificado precisamente en el aspecto y comportamiento de las “cosas salvajes” (prefiero llamarlas así, pues no tienen nada de seres fantásticos y sí mucho de reales), capaces en un momento de coronar al protagonista como su rey y, al instante siguiente, pensar seriamente en zampárselo. Ya lo he dicho antes, crecer a veces es bonito, frecuentemente feo, a menudo ilusiona, en muchas otras ocasiones decepciona, pero siempre supone un cambio y, por ello, invariablemente genera desasosiego.
Meses después, uno de los co-guionistas de la película, Dave Eggers, publicó un libro basado tanto en el cuento original como en el guión de aquélla, titulado The wild things (Los monstruos. Ed. Mondadori, 2009). He de reconocer que cuando cayó en mis manos pensé que únicamente se trataba del típico producto para aprovechar el tirón de la película. Para nada. Parafraseando a lo que el propio autor reconoce al final de su obra, en los agradecimientos, al fin y al cabo el protagonista del libro infantil es una versión de Maurice y el de la película, una versión de Spike. El protagonista de este libro, por tanto, es una combinación de ambos así como el de su propia infancia. Ahí se resume todo, traducir no para embobar sino para enriquecer.
Tres versiones de una misma historia cuya grandeza reside en que podemos identificarnos con ella, porque todos tenemos nuestra isla de cosas salvajes. Enfrentarnos a ellas pocas veces resulta gozoso e intentar gobernarlas no siempre es buena idea. Aunque mejor aceptar que están ahí, pues creer que uno ya no puede crecer es, en cierto sentido, renunciar un poco a la vida. Por cierto, el protagonista se llama Max, así que, yo también soy Max.
Hoy tenemos postre, sugerencia de la casa, chocolate con un toque amargo: Quien quiera leer estos dos hermosos libros puede obtenerlos gratuitamente en la biblioteca de nuestra ciudad. Y para el que, además, desee ver la película, por favor, que no se la baje de Internet.
Supongo que si voy a comenzar este tipo de entradas, las referidas a excursiones, debería antes de nada citar a Paul Bowles y definirme de manera radical y definitiva como viajero y no como turista. Pero no estoy seguro de poder hacerlo.
Detesto las aglomeraciones y, además, lo hago de un modo absolutamente falto de racismo. Me molesta igual una masa de australianos que una de coreanos o de conquenses. A veces, sin embargo, son un daño colateral, un mal que no queda más remedio que aguantar. Si quiero ver en directo a los Rolling Stones podría intentar convencer a Keith Richard de que viniese a mi fiesta de cumpleaños pero no sé yo… Pues algo parecido ocurre si, estando en Roma, me entran ganas de visitar la Fontana di Trevi. A partir de ahí, ¿hay algo más insoportable que una muchedumbre? Sí, una muchedumbre organizada. Salvo en contadísimas excepciones, como la juntarse en un bar para beber y conversar, carece totalmente de interés, provecho e incluso buen gusto integrarse ordenadamente en una multitud (conjunto de más de dos personas), ocurra esto en tu parroquia natal o en el corazón del mismísimo Serengeti.
Curiosa es también la importancia de las distancias. Se tiende a pensar que el aventurero es aquel que opta por agrandar las geográficas y recortar las personales. Sin embargo, se dan casos de viajeros que han llegado a comunicarse con pescadores del delta del Mekong pero que desconocen el nombre de la pescadera de su barrio. Y es que, aunque ya no quede lugar en el mundo a salvo del Hombre Blanco, todavía hay aventuras y aventuras. Similar ocurre con la cuestión del respeto al entorno. Si uno no tiene inconveniente alguno en tirar al suelo el envoltorio del caramelo que se acaba de comer, es que tiene un problema. Pero si necesita marcharse a miles de kilómetros de su casa para no hacerlo, entonces la tara es extremadamente grave.
En esto de las excursiones hay, por otro lado, una figura que a mí, personalmente, me inquieta. Me refiero, claro, al mochilero. Según el diccionario, mochilero sería aquel que viaja a pie y, obviamente, portando una mochila. Ya sea en tren, barco, avión, coche o incluso bicicleta y para desgracia de mi espalda no sé por qué me empeño en elegir a esta, como diría un verdadero viajero alternativo, compañera de viaje. Así que es posible que algo de esto tenga. Pero, aunque me gustaría poseer esa imagen juvenil y desenfadada, prefiero no engañarme a mí mismo y admitir que, especialmente cuando viajo, no suelo tener problemas en ser un poco despilfarrador y derrochón. A ver, no es que vaya por el mundo adelante tirando divisas pero, sinceramente, no le encuentro la gracia a alardear de los malabares hechos con el presupuesto o de las calamidades sorteadas en el camino. Para eso mejor hacerse responsable de costes de una multinacional, ¿no?
Intentémoslo ahora por el flanco opuesto, por el lado de la negación. La única condición para ser un verdadero trotamundos es carecer de lugar propio. Únicamente así es posible, cuando uno se va a marchar, hacerlo comprando tan sólo el billete de ida. Se sabe cuando se va pero no cuando se vuelve. Probablemente, ni siquiera si se va a volver. Y lo cierto es que aquí tampoco me encuentro demasiado cómodo pues yo necesito retornar. Sea más largo o más corto, pasado un tiempo preciso regresar a mis rutinas, a mi mesa de trabajo con todos los libros ordenados y el teclado del ordenador dispuesto a ser aporreado.
Así que no soy turista, no soy viajero, me dan miedo los mochileros y me produce incomodidad el vagabundeo. Parece que, para variar, ya la he vuelto a liar. Trato de afinar. En este tema, como en casi todo en la vida por otro lado, la clave no está en la meta sino en la propia carrera. Más que lo que se hace, importa cómo se hace. Siempre me he considerado un tipo curioso (en ambas direcciones, debo admitir) y, en ese sentido, durante mis diferentes correrías procuro ejercer de explorador tirando a cotilla, para poder así enterarme no sólo de la identidad y naturaleza de las cosas y de las personas, sino incluso de sus circunstancias. Únicamente de esta forma, tirando abajo tópicos y estereotipos, logro realmente aprender algo. También, no nos engañemos, recrearme levantando otros.
Recapitulo y, en un intento bastante pedante de huir de la vanidad, acudo de nuevo en ayuda del diccionario. En él encuentro la palabra que, como si fuese un traje a medida, se ajusta perfectamente a los valores adoptados por todas y cada una de las variables introducidas… ¡Excursionista! Eso es lo que soy. En fin, podría haber sido peor.
Es posible que un tipo esquelético y con un gran dragón tatuado en su pecho logre pasar desapercibido. Si entre sus características personales están el estrabismo y el albinismo la cuestión se complica un poco más. En realidad, tan sólo sería necesario decir que se trata de un bluesman blanco para que la duda carezca por completo de sentido. Pero, entonces, ¿un blanco puede tocar blues? O, mejor aún, ¿puede escucharlo y llegar a entenderlo? En definitiva ¿qué demonios es el blues?
Pues, para empezar, precisamente eso la música del diablo… pero que proviene de los espirituales. También es sencillez envuelta de metáforas (“I believe I’ll dust my broom”), honestidad cargada de engaños (“I am the back door man”), poesía que describe brutalidad (“strange fruit”), conocimiento que descubre la vida misma (“Let’s the good time roll”). El blues es una combinación de alegría y tristeza, que libera del dolor y da paso a la sabiduría y la esperanza, aunque no necesariamente en ese mismo orden ni siempre en las mismas proporciones.
Así que el blues lo es todo, menos fácil de explicar. Acudo a los que saben de esto: “Puedes tener el blues un día porque tu chica te ha dejado, y tenerlo al día siguiente porque ella ha vuelto” (Willie Dixon); “El blues tuvo un hijo, al que llamaron rock and roll” (Muddy Waters); “El blues te sacude en el trasero y luego te acuna. Resulta difícil de explicar con palabras, pero una vez que oyes lo que hay en su interior, te das cuenta de que es justo lo que sentías” (Wynton Marsalis); “¿Qué es el blues? Si lo tienes que preguntar es que no lo vas a entender” (anónimo).
También para mí el blues es sentimiento, historia y misterio. Y combustible para fantasear, añado. Gracias a él he sido capaz de recorrer, un millón de veces, todos los pueblos del delta del Mississippi con tan sólo una vieja guitarra por equipaje. O de empapar en sudor mi traje de terciopelo rojo mientras extraigo notas imposibles de una armónica sobre el escenario de un garito de la ciudad del viento. O de gastar las últimas monedas en una botella de licor de maíz aunque eso suponga no poder huir de los pantanos…Y todo ello mucho antes de que, afortunadamente, la vida me permitiera visitar algunos de esos lugares tan imprescindibles para cualquiera que ame el blues (aunque eso es otra historia que, a lo mejor, en otro momento me atrevo a contar).
En fin, a estas alturas supongo que no son muchas las dudas disipadas. Sobre todo teniendo en cuenta que, admito, la pregunta inicial tenía trampa. Johnny Winter no es, desde luego, un blanco que toca blues. Él es un verdadero bluesman.Lo que al final (como dice Anki Toner) tan sólo es una cuestión de educación y de talento. Y de actitud, agrego yo. Johnny Winter posee toneladas de todo ello y, además, esta noche está en la ciudad. Yo, desde luego, no pienso perdérmelo por nada en el mundo.
Hoy sí hay pinchos:
“Little Blues Book”. Brian Robertson y R. Crumb (Ed. Algonquin Books, 1996).
Hola a todos. Hoy es el gran día, la inauguración. Me hubiera gustado tener más tiempo para terminar de pintar las paredes, limpiar los cristales, colocar todo en su sitio. Aunque, no nos engañemos, la impaciencia tiene peor fama de la que se merece. Al grano. Hoy levanto la verja por primera vez y la entrada, a partir de ahora, es libre. Son todos más que bienvenidos, sin excepción. En esta casa de común esparcimiento no existe tal cosa llamada derecho de admisión, si acaso el de aceptación. Sólo una cosa les pido, bien barata por cierto, rigurosa etiqueta, no ya a la hora de elegir vestimenta sino lenguaje. Y por lo que a la lengua se refiere, que cada uno opte por la que más le guste, pues el que escribe es un convencido de que si en Babel no se tocó el cielo fue por un simple problema de mala gestión. Bebida que cada cual se traiga la suya que del menú me encargo yo. Pinchos habrá algunos días, otros no. Postre los días de fiesta, que el azúcar es muy buena contra las ocasionales pérdidas de memoria. ¿Sugerencias? Pues cómo no. Ya lo dice mi madre, contra el vicio de pedir está la virtud de negar. Pero como uno no es, ni querría ser, muy virtuoso, hago una paráfrasis cambiando virtud por posibilidad. Para terminar una cosa les quiero avisar. Es más que probable que de vez en cuando algún personaje se cuele en el local. Vecinos, todos, a los que mucho cariño les guardo. Les oirán filosofar, desbarrar, disparatar y hasta desvariar. No les hagan mucho caso. ¿O sí?